Caminamos por la estepa. Era de noche y nos sentamos junto a un arbusto. Mi acompañante extendió la mano y cogió un pequeño fruto.
-¿Lo has probado?- me preguntó.
-Sí; conozco su sabor. Es el fruto del regreso.
-Calafate, lo llaman. El que lo come vuelve siempre a esta
región y a esa ciudad…….Yo diría, más bien, que aquí volverán siempre aquellos
que gustaron de su sabor, pero que no llegaron hasta el fondo de su recuerdo.
El que estuvo aquí y nada vio, tarde o temprano retornará en las edades; porque
en el camino eterno sólo le permitiré el paso si cumple con este requisito. Yo
soy quien guarda el umbral. Nadie cruzará hasta los hielos sin mi autorización
y sin que yo estampe mi signo en su frente……Mejor dicho, muchos pasan; son “los
muertos”, los que van y vienen por todas partes, los “exploradores”. Esos van y
es como si no fueran. Llegan hasta allí, miran sin ver, oyen sin oír, levantan
viviendas. A ésos, ni siquiera les veo. No existen. Pueden pasar porque no me
preocupo de impedirlo. Pero alguna vez tendré que hacerlo; porque algún día
cambiarán….
-Dime, ¿quién eres?-le pregunté-. ¿Y por qué te veo desde
hace tanto tiempo? Te aparecías ya en mi infancia. Creo que eras mi compañero
de juegos cuando niño.
La sombra rió otra vez.
-Mi raza nada tiene que ver con la tuya. Somos dos mundos
distintos. Tú y yo no podremos juntarnos nunca. Solamente nuestros dioses
podrían fundirse. A la inversa de tu humanidad, yo vengo del sur. Ustedes van
hacia el sur, deben ir hacia el sur. Mi raza, por el contrario, procede de los
hielos, de ahí viene y nuestra sabiduría es tan lejana y misteriosa como ellos.
En un remoto pasado cruzamos todo ese continente al que tú vas hoy y, de allí,
extrajimos la vitalidad. Tú crees que la humanidad es de ayer, yo sé que la
humanidad es de siempre. Pero hay distintas humanidades, tan distintas unas de
las otras como los vientos de la tierra, como tú y yo. Te he dicho antes que
bien podremos ser una misma persona: pero, a la vez, somos diferentes. He ahí
el misterio. Como hombres nunca podremos acercarnos; el camino de nuestras
sombras no encontrarán jamás un puente; sin embargo, nuestros dioses podrían
reencontrarse, hacerse uno. Sólo revistiéndote de la piel de Dios, podrás
superar el tiempo y contemplar lo que fue inmutable.
Desde ese momento, a la vez que escuchaba esas palabras,
empecé a contemplar. Y era como si de mí sustrajeran un largo discurso
entretenido con visiones.
“¡Avalón, Avalón-me decían-, la ciudad de las manzanas! ¡Qué
bellas manzanas de oro hubo en otro tiempo! ¿Recuerdas? Animales amables y
emblemáticos te hablaron de las frutas. Y ahí, en ese mundo perdido, en ese
continente central, crecía un árbol. ¿Era un manzano, o era un ceibo? Era una
Madre Ceiba. Creció desde el Infierno, desde el centro de la tierra y cruzó con
su follaje la superficie dura y alcanzó hasta los trece cielos. Los hombres
subían por él para gustar las doradas manzanas. En torno al tronco estaba
enrollada la serpiente de Quetzalcoatl y de Bochica; las barbas de Bochica con
bellas plumas de quetzal. Ella, la serpiente, le prestaba sus alas a los
hombres para que pudieran subir. Mas, ¿qué sucedió? ¿Por qué el paraíso de
Avalón se transformó en la lejana, la antigua Ciudad de los Muertos? La
serpiente era la luz y, de pronto, cayó del árbol hacia el pozo del infierno.
¿Quién destruyó sus alas y sus plumas?”
-Te contaré-me decía la sombra-. La humanidad ha existido
muchas veces antes. Pero el tiempo es circular y todo se repite. Así como hay
días y hay noches, así hay ciclos que se abren y se cierran. Lo que una vez
fue, siempre volverá a ser. Hace muchos, muchos años, hubo un continente
central donde floreció una gran esperanza con visos de eternidad. Todo cuanto
descubres en tu peregrinación a través del mundo, es sólo retazos de esa
lejanía espantable, de esa infancia de los tiempos. Tu mismo Dios ya existió
allí. Fue ahí donde primero lo crucificaron. La crucifixión que conoces es sólo
un reflejo de las anteriores. En aquel tiempo los continentes estaban reunidos.
Pero se acercó la hora en que todo debía desaparecer. Una gran ola enfurecida
sumergió de un golpe a la maravillosa Ciudad de Avalón, donde las frutas de oro
crecían en los jardines del sol. Todo desapareció casi sin recuerdos y los
hielos de la muerte cubrieron la colina del paraíso. La serpiente con plumas
también había muerto, incapaz de detener a las aguas enfurecidas. En la Edad
del Hierro alguien tendría que descender a los infiernos para rescatar su luz y
su legado……Esta es la historia. Y no sé bien si ella aconteció en la tierra o
en el cielo. Procedo de ese tiempo, de ese mundo derruido y soy un extranjero
en este universo. Antes de partir quiero revelarte el sentido de todo esto. Es
muy simple está más allá de los recuerdos perturbadores de los dioses y de los
mitos. Todo se repite; lo que fue una vez, será de nuevo. El mundo que se
destruyó, volverá a destruirse. Todo es como una siembra. Una gran mano
invisible dispersa sobre las llanuras y cuando un número siempre idéntico ha
fructificado, no importan los que se pierdan. Otra siempre está a punto de
terminar. Se acerca la hora; hay que estar sordo y ciego para no percibir sus
signos. Es por ello que debes apresurarte y seguir hacia el Oasis de los hielos,
único refugio en donde te salvarás. Tiene que ser despiadado y tenaz; en nada
puedes reparar, nadie tiene derecho a torcer tu voluntad; pasa por encima de
todo, de la vida y de la muerte, pues, si flaqueas, habrá muchos otros
dispuestos a ocupar tu lugar, arrebatándote la eternidad. Ya las puertas están
a punto de cerrarse y, cuando esto suceda, los que queden fuera sólo serán
semilla inútil, fruto estéril, que el vendaval dispersará y el rayo arrancará
de cuajo.
Extraído de la obra: "Quien llama en los hielos". Miguel Serrano (1957)
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